En casa siempre preguntaba cada día si se había acabado la mantequilla; mi propósito era quedarme con la tarrina de Tulipán para partirla a la mitad y así hacer dos porterías para jugar.
Acompañaba a mi padre en sus salidas al bar y, mientras él se tomaba un chato de vino, yo hurgaba entre la caja de tapones y chapas de cerveza, a ver cuáles estaban menos dobladas.
Pintaba las chapas con los colores de mis equipos favoritos, el C.P. Cacereño y el F.C. Barcelona, aunque también tenía chapas con las equipaciones de los adversarios. Me divertía enfrentarlos una y otra vez.
Así cada día cuando todos dormían la siesta, yo soñaba ser un gran futbolista, y en el suelo de mi dormitorio cada tarde los culés jugaban contra los merengues y la imaginación volaba desde el pitido inicial. El garbanzo se movía por el improvisado terreno de juego, buscando encontrar la chapa que le indicara el camino del gol.
Algunas veces jugué solo y otras muchas acompañado por mis amigos del barrio, daba igual en casa o en la calle, una veces ganaba y otras muchas perdía. Lo que sé es que el fútbol chapas marcó una etapa de mi infancia, una infancia donde tal vez con muy poco podías ser feliz.
Casi 40 años más tarde descubrí que alguien no olvidó que el fútbol chapas forma parte de nuestra historia viva. Aunque han cambiado muchas cosas desde cuando era niño, hay algo que aún sigue vivo de aquellos años: la ilusión por disfrutar de un partido y alguien con quien compartirlo.