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lunes, 18 de abril de 2011

Cuando era pequeño


Cuando era pequeño era huérfano de arrojo, me escondía asustadizo temblando bajo las sabanas, pulsaba el interruptor de la luz con los ojos cerrados y huía del miedo y de sus afiladas garras, que me acechaba impaciente en cada esquina. 

Recuerdo sentarme frente a la ventana y pasarme las horas explorando en busca de un horizonte risueño, creía que otro mundo mejor era posible, pero detrás del fino cristal, la rutina engullía esperanzas y anhelos.

Crecí sabiendo que mi sueño no era más que una quimera, una utopia inalcanzable, pero aún así, seguí imaginando cielos recónditos, donde no planeaban cuervos entre nubes grises en plena tormenta, esbozaba en cambio, golondrinas sobrevolando playas del sur en días soleados.

Con el tiempo, me instruí en coraje para enfrentarme al miedo, aprendí a ganarle y también a en ocasiones a perder, a levantarme después de una caída, agarrarme a manos altruistas que me alzaban de nuevo al camino.

Poco a poco y con los años fue decayendo mi ilusión en mi afán obstinado en afirmar la existencia de un espacio equidistante, seguía madurando a golpes de vida, tan lánguidamente que las heridas no curaban ni calmaban mi dolor y en farmacia no vendían tiritas para el alma. 

Quizás ese paraíso que avizoraba tras el cristal de mi habitación era un lugar inexistente, un espejismo o un refugio donde ocultarse de los miedos, complejos e inseguridades. 

Ahora ya no me escondo, ni mi palabra duerme, ahora defiendo a capa y espada mis sentidos, mi razón de ser, mi patrimonio emocional y este latido que me dice que sigo vivo.