Una vez leí en un libro de Mario Benedetti que hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio, y es que a veces sucede que las palabras que no se dicen, que callan dentro son como un estilete que hieren de muerte para oídos que esperan una respuesta.
Así es como le recuerdo, invadiéndome una sensación instintiva de indiferencia, pero la memoria siempre nostálgica impregna en mi retina imágenes de gratos momentos vividos, que sirven para exhibir en mi rostro una sonrisa comedida y de esta forma poder compensar en la balanza de las percepciones ese apego ya algo oxidado.
Gran corazón que palpita sin sentido, en lucha constante por encontrar el rumbo, locuaz de frases vanas, esclavo de su silencio, de no poder expresar, de no saber encontrar el camino de migas de pan que abra su caja fuerte donde agonizan los sentimientos que buscan convertirse en palabras.
Hay momentos en la vida que es complejo encontrar las palabras idóneas hacia los demás, palabras que expresen las emociones que circundan el alma y te hacen sentirte vivo, decir te quiero, lo siento, te necesito, ayúdame o simplemente gracias por estar cerca.
Cuando las palabras enmudecen y la boca se llena de silencio, un suspiro quebranta los cimientos de tu vida, en ocasiones somos victimas del miedo, de nuestros complejos e inseguridades, descubriendo el refugio perfecto para argumentar la causa de nuestro silencio.
De que sirve tener oídos para los demás, si el silencio es tu peor enemigo.