Viviste en tu infancia un marchito despertar, maduraste al calor de los besos de tu madre y con la tónica diaria de los látigos de correas haciendo huella sobre tu piel, las lagrimas que recorrían tu cara como si de un grifo se tratase y solo tu madre podría cerrar poniéndose de escudo.
Ella que dio la vida por ti y que veías disfrazar esos golpes en su rostro recubriéndose con pinturas y alguna que otra mueca para que nadie se hiciera eco, pero para ti siempre tenía su más bella sonrisa, aunque por dentro su pena se hiciera cada día más y más grande.
El demonio vivía en tu casa y se encarnaba en tu padre, que embadurnado en alcohol llegaba con ganas de discutir y de sembrar mil batallas y le servia una simple excusa para levantar la mano para olvidar tiempos mejores, tiempos felices.
Y ahora tu que te instruiste en esas malas usanzas que pudiste elegir entre hacerla feliz y sentirse amada, elegiste alzar la voz y usar tus manos como dechado de tu fuerza y como muestra de su debilidad.
Cobarde, que te escudas en el chantaje con lágrimas de remordimiento, verdugo con piel de lobo y con cara de cordero, que abordas tú fracaso con palabras que escupen fuego sobre la piel de quien amaste y hoy es el núcleo de toda tu cólera.
Cada nueve días muere una mujer victima de la violencia domestica, que puede ser tu amiga, tu vecina, tu hermana, o quizás tu, el maquillaje no encubre el sufrimiento tampoco el miedo ni la humillación.
No a la violencia de género.